miércoles, 10 de agosto de 2016

+ UNA CUESTIÓN TEMPORAL +

Me encanta el sonido de los relojes. Al contrario que a mucha gente, el tic tac constante y predecible me produce una relajación somnífera muy agradable. Como en "Gritos y Susurros", de Bergman, me gusta que en mi casa haya ese diapasón que marca el tiempo, una de mis principales obsesiones, más bien su paso y sus marcas. Suelo mirar la hora a menudo y, en muchas ocasiones coincide ese gesto con un capicúa y ya, en otras, rizando el rizo, con la misma cifra repetida en todos los puestos. No sé si se trata de una coincidencia o una premonición, y, tras haber estado investigando el principio de sincronicidad de Jung por otras cuestiones, no creo en la acausalidad.

Soy profesor desde hace más de 15 años. La docencia es una actividad muy gratificante en muchos casos; se generan vínculos con los estudiantes, incluso afectivos. Soy de los que les importa lo que les pueda pasar. De hecho, me han recomendado en muchas ocasiones no vincularme de manera afectiva con el alumnado porque, a pesar de considerar que mi instinto paterno es nulo, resulta que tengo 6 perros a los que quiero como hijos biológicos y, en cierto modo, cada curso me hago falso padre de alrededor de 60 personas. He impartido clase para gente de todas las edades, desde los 16 hasta 60. Ese es un dato sin importancia, en cualquier caso.

Sin embargo, como en las familias, no podemos pretender que la relación paterno filial sea siempre recíproca. El amor de un padre a un hijo es, sin quererlo, unívoco, o por lo menos más profundo que de manera inversa. Un padre, un buen padre, no debe anteponer sus propios intereses a las necesidades del cachorro, olvidar el egoísmo o la necesidad de autorrealización en favor del bien del vástago. El hijo será siempre más egoísta e interesado, incluso siendo el más bueno de los hijos. Al interpretar este papel, creo, en muchas ocasiones y de manera inconsciente siempre jugamos, sin saberlo, la baza de quien no pidió estar aquí y, por lo tanto, tiene derechos y pocos deberes.

Tras muchos conciertos de reloj, ahora, me siento más padre que nunca, y como patriarca de familia numerosa he vivido relaciones con hijos de toda clase: desde ésos que directamente te ignoran y te repudian por el mero hecho de ser quien decide por ellos en determinadas ocasiones, así como aquellos a los que le debería haber dado la bofetada prohibida y también he tenido hijos-alumnos extraordinarios, educados, responsables y eficaces, de los que te hacen sentir orgulloso, y sé que así es porque, asquerosamente, hace que sintamos la magnífica sensación autocomplaciente de saber que, de alguna manera, su éxito es en alguna medida propio.

Pese a todo, y habiéndolos querido a todos aunque sea una micronésima, y habiendo olvidado ya el nombre de muchos y muchas, hay una subespecie filial a la que me es difícil perdonar, y esa es el hijo pródigo. Éste es el que vuelve con el rabo entre las patas o, en nuestros días, el que no vuelve, o ni si quiera saluda al cruzártelo por la calle. Es el que ignora a posteriori al maestro. Éstos no conocen la importancia del tiempo, vivido y por vivir, y, en un alarde narcisista, olvidan el esfuerzo y dedicación desinteresada del profesor, incluso una estrecha relación diaria. Un buen profesor no de clase por dinero: la preocupación fuera de las horas lectivas no está pagada, es imposible y no existe divisa para pagarla. No hay compensación para esperar despierto con la luz del salón encendida hasta que llegue mientras se escucha el reloj: hay vocación. Éstos son los que se la pegan bien gorda y tú, lo sabías. No es un presentimiento, no es acausal: se sabe, es, sucede. A éstos no se les puede perdonar, se les debe echar de casa, más allá de la tristeza que provoca un fractura. Son los que un día, seguro, se acordarán de los consejos y advertencia que les dió el que les pretendía hacer la caída más suave... pero es que no saben que están cayendo. Sólo se darán cuenta con el impacto final.

Creo que como profesor soy mejor que como padre. Perdono a mi perra Kate al comerse unos zapatos de Prada, pero no puedo tolerar la soberbia absurda de quien no agradece lo que se ha dado de corazón. No pretendo ser querido, como yo admiro y quiero a todos los que me han enseñado, educado y dado un tortazo virtual a tiempo. Simplemente aspiro a la no decepción por parte de aquellos que han sido más hijos que otros. Ello pasa por un ejercicio de la enseñanza más mercenario y, por lo tanto no tan autentico, pero visto lo visto, aún me quedan horas largas de tic tac, porque si he tropezado tres veces con la misma piedra, lo haré tres y cuatro... porque no trabajo de profe, "soy" profe.


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