jueves, 22 de septiembre de 2016

+ SENILISMOS +

Adoro a los ancianos. Me fascinan. Hace tiempo, una tarde, caminaba hacia donde había dejado aparcado mi coche. Eran aproximadamente las 7 de la tarde y estaba anocheciendo. Subía la cuesta que lleva al descampado donde habitualmente lo dejo y, de repente, oí un pasodoble. Ante la extrañeza me paré y, al girar la cabeza, me di cuenta que estaba al lado de un centro de ancianos. Tenía unos grandes ventanales y tras ellos se veía como varias parejas estaban bailando mientras otros muchos, sentados, los miraban y aplaudían animando a los bailarines. Por un momento me invadió una mezcla de vergüenza y lástima hacia ellos, acompañada de un crítica a lo que percibí, de primeras, como una situación llena de patetismo. Pensé que esas personas no tenían edad para hacer el ridículo de esa manera y que mejor estarían en sus casas viendo la televisión antes que poniéndose en evidencia con toda su torpeza, realizando una actividad que no era propia de su edad.

Sin embargo, esa actitud injusta de mi parte hacia ellos duró unas décimas de segundo. Comprendí que simplemente estaban disfrutando libremente de su tiempo, con la música que les gustaba, reunidos, y que tenían todo el derecho del mundo a hacer (o no) el payaso. Quién era yo para juzgar sus tardes y sus bailes... simplemente uno más que pasaba por allí accidentalmente. Me dio rabia no estar invitado a esa fiesta.

Adoro cuando se visten con las cosas que les gustan sin pensar si lo de arriba combina con lo de abajo, su falta de vergüenza para utilizar accesorios útiles (como gorras o bolsos promocionales) así como su franqueza a la hora de decir lo que piensan. Eso es lo que más me gusta: la verdad a bocajarro, sin filtro, sin miedo a nada, sin nada que perder. Es como lo de vestirse a impulsos: ponerte lo que te apetece independientemente si gusta o no, gustándose a uno mismo. Ello no justifica entonces, en mi opinión, que cada uno lleve las pintas que le apetezca: la indumentaria de los viejos responde a un acto de sinceridad con uno mismo, sin ocultar las predilecciones políticamente incorrectas. Es un auténtico morbo-asco: lo que me gusta a mi y los demás podrían odiar, lo que jamás me atrevería a confesar que me gusta, flores con rombos con rayas, porque a mi, de verdad, me gusta.

Pues envidio, y tomo ejemplo, de esa sinceridad cortante del que está de vuelta. Los abuelos son la prueba fehaciente que callarse no lleva a ninguna parte. Estoy cansado de callar u omitir lo que no se debe decir, y eso que cada día tengo la lengua más suelta. Señalar lo que nos parece mal no debería ser un acto reprimido por miedo a la represalia... Cuando era más joven, por cobarde, me mordía la lengua más; ahora, el tiempo me ha demostrado que no quejarse no lleva a ninguna parte y que morderse la lengua sólo provoca tragarse el propio veneno cuando éste está mucho mejor fuera, salpicando la cara de quienes lo alimentan.

Pues bien, al estilo senil y a ritmo de pasodoble, confieso que me tiene hasta el choto el postureo, los que se refieren a famosos por sus nombres de pila, los que llevan prendas de Aliexpress más falsas que un duro de madera como si fueran auténticas (y para colmo usan el hashtag de la marca original), las modernas, los ninis, las artistas, los hyppies, las redes sociales, la pasarela Cibeles, Telecinco y toda su panda de personajes suburbiales, la zona alta, las musculocas, las osas, los papás de niños gritones, los postadolescentes que emigran a Londres o Berlín como si eso fuese novedad, Mercadona y, todo aquello que está haciendo de nuestra sociedad, como decía la Trasobares, una porquería. Zara copia, David Bowie me aburría a tope, Almodóvar podía volverse a su pueblo a encontrarse, Ada Colau me parece feísima, Podemos es una gran quimera, no creo en un Cataluña independiente, Iñaki Gabilondo es muy redicho, en el aeropuerto pasan mujeres emburkadas sin enseñar la cara en el control de pasaportes, Madonna canta como un gato, el reguetón es una mierda y en Ibiza mucha gente se pone hasta arriba de coca y keta.

Y me gusta Japón, los viejos, y las torrijas. Y ponerme rayas con cuadros. 

Creo que me estoy haciendo viejo... que no hater.

jueves, 15 de septiembre de 2016

+ A LA JAPONESA +

Parte de las vacaciones de este verano las he pasado en Tokio. Cuando estábamos pensando a dónde ir, Tokio no era una de mis opciones preferidas, de hecho antes hubiese ido a Miami o Los Ángeles, pero ahora, después de todo, me alegro muchísimo de haber pasado el final del mes de agosto allí, a pesar del calor y la humedad extrema. Me apetecía playa y no hacer nada, y sin embargo han sido unas vacaciones urbanitas, combinando museos y compras impulsivas. No me arrepiento.

Una tarde estábamos tomado un café en un lugar maravilloso en el barrio de Shibuya. Dicho lugar se llama Ivy Place. Allí se puede comer o cenar, pero también tomar un café, té o algo dulce. Es un sitio fino, como casi todo allí. Pasamos un buen rato bajo el aire acondicionado, escondiéndonos del sol, mientras merendábamos tranquilamente y planeábamos a dónde íbamos a ir más tarde. Yo tenía un dolor de espalda impresionante ya que llevaba todo el día cargando una mochila llena de cosas, entre ellas dos botellas de agua que poco a poco me había ido bebiendo (de no haberlo hecho, probablemente, me hubiese desmayado en plena calle, deshidratado).

Entre el agua mineral y todo lo que bebí en este sitio del que hablo, sentí unas inmensas ganas de orinar. Increíble a juzgar por mi sofoco. Tanta agua bebí que mi organismo había conseguido hidratarse y me pedía evacuar el sobrante de líquido. Mi vejiga, de repente, avisó de estar al límite.
Entonces, me levanté de la silla, muy educadamente pregunté en inglés dónde estaba el aseo y, derecho, para allá fuí como alma que lleva el demonio pero procurando no hacer manifiesta mi urgencia.

Llegué, abrí la puerta, me encerré, levanté la ligera tapa de plástico que tienen los inodoros japoneses, me desabroché el pantalón e, in extremis, comencé a orinar mientras con los ojos cerrados echaba mi cabeza para atrás exhalando orgásmicamente mientras evacuaba todo aquel líquido que mi cuerpo no necesitaba. Alcancé el clímax en aquel cuarto de aseo color caoba.

Sin embargo no me percaté de aquello que nos sucede a los no circuncidados. En tal urgencia, aquella piel que yo tengo y otros no había causado un efecto aspersor que regó más allá del sumidero. Entre prisas y urgencia, el líquido pidió salir a propulsión antes que cualquier ser humano fuese capaz de retirar el excedente dérmico que provocó aquello que nos encontramos en cualquier baño de nuestro país. Lo que hubiese sido normal aquí para muchos (subirse la bragueta y marcharse), allí se hubiese convertido en cadena perpetua. Me di cuenta que no había meado sobre meado. Comprendí que tal estado de perfección y limpieza no merecía ser mancillado por las nauseabundas gotas de orina de un occidental, y que yo no era nadie para destrozar aquel estado de bienestar higiénico. Cualquier persona hubiese reaccionado igual que yo: con ayuda de unas toallitas desechables devolví al inodoro su estado original en muestra de respeto a aquella comunidad que me había ofrecido un retrete más limpio que el de mi propia casa. Me atusé, me lavé las manos y volví a mi asiento.

Japón me demostrado que aún hay un lugar donde el respeto existe. Sin hablar una palabra de japonés entendí lo que ya sabía y practico a pesar de, en ocasiones, mancharme las manos con residuos ajenos. No es normal entrar en avalancha en un vagón de tren (allí se hace una fila), como tampoco es normal pasar el arco detector de metales del aeropuerto descalzo (en Japón le proporcionan unas zapatillas de felpa al viajero). No son normales las caras de muchos trabajadores que están cara al público aquí, haciendo evidente su desgana así como tampoco debería parecernos lógico fumar y tirar la colilla en plena calle. Todo es cuestión de educación y, por ello, cultura. Si nadie se mea fuera, cualquiera puede sentarse tranquilamente en la taza, así de claro, y si no has descapullado y lo has puesto perdido, ponte de rodillas y limpia tu meo, que el que viene detrás no tiene porque mancharse el culo con tus gotas.