jueves, 15 de septiembre de 2016

+ A LA JAPONESA +

Parte de las vacaciones de este verano las he pasado en Tokio. Cuando estábamos pensando a dónde ir, Tokio no era una de mis opciones preferidas, de hecho antes hubiese ido a Miami o Los Ángeles, pero ahora, después de todo, me alegro muchísimo de haber pasado el final del mes de agosto allí, a pesar del calor y la humedad extrema. Me apetecía playa y no hacer nada, y sin embargo han sido unas vacaciones urbanitas, combinando museos y compras impulsivas. No me arrepiento.

Una tarde estábamos tomado un café en un lugar maravilloso en el barrio de Shibuya. Dicho lugar se llama Ivy Place. Allí se puede comer o cenar, pero también tomar un café, té o algo dulce. Es un sitio fino, como casi todo allí. Pasamos un buen rato bajo el aire acondicionado, escondiéndonos del sol, mientras merendábamos tranquilamente y planeábamos a dónde íbamos a ir más tarde. Yo tenía un dolor de espalda impresionante ya que llevaba todo el día cargando una mochila llena de cosas, entre ellas dos botellas de agua que poco a poco me había ido bebiendo (de no haberlo hecho, probablemente, me hubiese desmayado en plena calle, deshidratado).

Entre el agua mineral y todo lo que bebí en este sitio del que hablo, sentí unas inmensas ganas de orinar. Increíble a juzgar por mi sofoco. Tanta agua bebí que mi organismo había conseguido hidratarse y me pedía evacuar el sobrante de líquido. Mi vejiga, de repente, avisó de estar al límite.
Entonces, me levanté de la silla, muy educadamente pregunté en inglés dónde estaba el aseo y, derecho, para allá fuí como alma que lleva el demonio pero procurando no hacer manifiesta mi urgencia.

Llegué, abrí la puerta, me encerré, levanté la ligera tapa de plástico que tienen los inodoros japoneses, me desabroché el pantalón e, in extremis, comencé a orinar mientras con los ojos cerrados echaba mi cabeza para atrás exhalando orgásmicamente mientras evacuaba todo aquel líquido que mi cuerpo no necesitaba. Alcancé el clímax en aquel cuarto de aseo color caoba.

Sin embargo no me percaté de aquello que nos sucede a los no circuncidados. En tal urgencia, aquella piel que yo tengo y otros no había causado un efecto aspersor que regó más allá del sumidero. Entre prisas y urgencia, el líquido pidió salir a propulsión antes que cualquier ser humano fuese capaz de retirar el excedente dérmico que provocó aquello que nos encontramos en cualquier baño de nuestro país. Lo que hubiese sido normal aquí para muchos (subirse la bragueta y marcharse), allí se hubiese convertido en cadena perpetua. Me di cuenta que no había meado sobre meado. Comprendí que tal estado de perfección y limpieza no merecía ser mancillado por las nauseabundas gotas de orina de un occidental, y que yo no era nadie para destrozar aquel estado de bienestar higiénico. Cualquier persona hubiese reaccionado igual que yo: con ayuda de unas toallitas desechables devolví al inodoro su estado original en muestra de respeto a aquella comunidad que me había ofrecido un retrete más limpio que el de mi propia casa. Me atusé, me lavé las manos y volví a mi asiento.

Japón me demostrado que aún hay un lugar donde el respeto existe. Sin hablar una palabra de japonés entendí lo que ya sabía y practico a pesar de, en ocasiones, mancharme las manos con residuos ajenos. No es normal entrar en avalancha en un vagón de tren (allí se hace una fila), como tampoco es normal pasar el arco detector de metales del aeropuerto descalzo (en Japón le proporcionan unas zapatillas de felpa al viajero). No son normales las caras de muchos trabajadores que están cara al público aquí, haciendo evidente su desgana así como tampoco debería parecernos lógico fumar y tirar la colilla en plena calle. Todo es cuestión de educación y, por ello, cultura. Si nadie se mea fuera, cualquiera puede sentarse tranquilamente en la taza, así de claro, y si no has descapullado y lo has puesto perdido, ponte de rodillas y limpia tu meo, que el que viene detrás no tiene porque mancharse el culo con tus gotas.

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