miércoles, 20 de julio de 2016

+ UNA HISTORIA CATALANA +

Mi antigua casera era una señora de alrededor de 80 años, propietaria de todo el edificio. Nosotros teníamos alquilado el estudio en el segundo piso, lo que nos convertía en vecinos: nosotros la puerta de la izquierda y ella la de la derecha. Nuestra casa era, ni más ni menos, una porción de su vivienda: había robado varias habitaciones a la que fue nuestra casa lo que convertía un maravilloso piso, enfrente del Mercado del Borne, en un apartamento de un solo balcón con un dormitorio que se aireaba por un ventanuco que asomaba por el saloncito. Ella conservaba 7 balcones.

Para conseguir el alquiler pasamos dos castings: el primero con ella, sentada en el salón vacío y haciéndonos los gays respetables que no pierden pluma; el segundo, con la agencia inmobiliaria que le gestionaba el patrimonio a la cual le entregamos dos meses de fianza más uno de comisión, a parte de nuestras nóminas y la escritura en propiedad de nuestra casa de Sitges. Pareció ser aval suficiente para poder entrar a vivir a un piso que tardó más de un año en alquilarse. Se entiende que, hasta nosotros, nadie había sido digno de compartir rellano con una respetable anciana catalana de buena y tradicional familia así como edificio con el resto de su familia: hijo, hermana, sobrina y hermana de nuevo.

El día que nos mudamos fuimos recibidos por un alegre pajarillo chino y mecánico a la salida del ascensor que había sido instalado destrozando la arquitectura de una fantástica finca de finales del siglo XIX. Tal "animatrónix" no era más que un avisador, ella controlaba cuando entrábamos y salíamos. Lo primero fue reírnos, inmediatamente después escribir a la chica de la agencia evidenciando que dichas prácticas mermaban nuestra libertad. El pajarillo fue retirado y su puesto lo ocupó un microabeto de plástico con una bola de Navidad dorada, decoración muy Ad-Hoc en aquellas fechas.

Ella, la anciana, parecía la hija ilegítima de el cuervo Rockefeller y Gárgamel, fruto de un bizarro idilio. Siempre iba de peluquería, enlacada, con una pinza plateada de sujetar los rulos que domaba un mechón rebelde en el remolino que tenía encima de la frente. Su marido, por el contrario, era un señor muy perjudicado por los años, semi-minusválido en sus capacidades motrices, y siempre a la sombra de la vieja avara controladora. Ella fue la heredera, él simplemente un advenedizo... A la hora de compartir, nuestro suelo era el techo de la casa de su sobrina, con la cual no se hablaba desde hacía años. Ella, esta última, la sobrina, era una progre no reciclada de cana libre y tatuaje taleguero de mediana edad, tan impertinente como egoísta: ella quería nuestro apartamento para su hijo, que vivía en el ático y estaba esperando un bebé con su mujer filipina. La progre se dedicó a hacernos la estancia lo más desagradable posible quejándose por todo lo real e imaginario, llegando a despertarnos a porrazos en la puerta de madrugada mientras preguntaba qué hacíamos moviendo muebles a aquellas horas. Nosotros no trasladábamos nada, estábamos en la cama contando ovejas desde hacía horas.

Pues bien, entre la avara, el cojo, la vieja 1, la vieja 2, la filipina y un inquilino más que era vecino del novio de la filipina de nacionalidad italiana (feo con la misma avaricia que doña laca hacia acopio de rentas), decidimos, después de año y medio, cambiarnos de piso. La decisión también estuvo apoyada por las hordas de turismo barato que nos daban la serenata a diario, borrachos como cubas, en el precioso Paseo del Borne. Habíamos demostrado nuestra gentileza en numerosas ocasiones, así como nuestra paciencia y, por descontado, nuestro gusto exquisito convirtiendo aquella caja de cerillas en un apartamento divino en gama de azules y arenas. La avara manifestó su tristeza ante nuestra decisión, ya que consideraba que éramos unos señores decentes. Le dimos el mes de pre-aviso, posteriormente le devolvimos las llaves de la porción de casa que nos había cedido y esperamos a que nos devolviese la fianza.

La muy mal nacida jamás nos devolvió la fianza. La esclava de la inmobiliaria nos escribió un mail al cual adjuntó facturas de reparación por valor de los dos meses de adelanto y, muy amablemente, intentó convencernos que habíamos destrozado el piso. Nos informamos sobre qué hacer en estos casos, pero es evidente que jodidos ya estábamos y que, la inversión en tiempo para recuperar lo que era nuestro no merecía la pena. Tampoco somos de ir a los tribunales. Y así quedó la cosa, por el momento.

Ahora, disfruto oyendo su cada vez más apagada voz al otro lado del teléfono cada madrugada. También he pensado en ir al portal y adherir un trozo de cinta adhesiva a su portero automático... No sabía el poder de una astilla en una cerradura hasta el momento, como algo tan pequeño podía convertirse en un objeto tan pernicioso...  pero no, el teléfono es más divertido. Y es que sí, nos mudamos, pero al edificio de al lado, a un piso mucho más bonito, grande y moderno. Por ello nos ve cada día, y cada día que pase será un día más que podrá decir que ha dormido poco, porque entre la edad que no perdona y un escorpio rabioso (servidor) estás perdida, tía gilita. Porque hablar por teléfono nos es delito, y robar sí. 

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